Entrevista a Luis Guerra

por Carlos Vásquez Méndez

 

 

Luis Guerra (Santiago de Chile, 1974) es un artista visual y filósofo de origen chileno afincado hace años en la ciudad de Barcelona. En su larga trayectoria artística ha ido amalgamando la performance, la investigación estética y la práctica filosófica sin perder de vista la pintura como espacio de experimentación. Luis Guerra se formó en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Chile y se doctoró en la Facultad de Filosofía de la Universidad Autónoma de Barcelona. Su obra ha sido exhibida en Noruega, Alemania, Bélgica, Chile y España.

 

 

Luis, quería comenzar preguntándote qué sentido tiene hacer una exposición de artistas de media carrera en Barcelona.

Tanto el nacimiento como la legitimación de este espacio –Fabra i Coats Centre d’Art Contemporani de Barcelona– como centro de arte y esta primera exhibición –con un nombre que permite una doble lectura–, por un lado afianzan la necesidad de identificar esta materia prima pero, por otro lado, pueden ser leídos con cierta ironía, ya que podrían ser materia prima todavía sin refinar. Esto yo lo valoro positivamente, por la necesidad que veo en que exista un espacio donde puedan aparecer este tipo de obras y no depender solamente de determinados momentos de aparecimiento por exhibiciones, tanto particulares de algunos artistas en galerías como otras megaexhibiciones. Es interesante pensar que Materia Prima está sucediendo a la par que Beehave en la Fundació Joan Miró. Y ambas reflejan las necesidades que tiene la ciudad.

 

¿Y tú te consideras un artista de media carrera? ¿Qué significa para ti ser reconocido como tal?

Me considero un artista de media carrera por una razón central: es efectivo que a determinada edad ya no puedes postular a todo lo que está definido como arte emergente. El problema pasa también por el sentido de la emergencia, que es aparecer. Luego viene el proceso de legitimación de ese aparecer. La legitimación, que es lo que uno busca, es dejar de estar en estado de aparecimiento y tener una cierta estabilidad de existencia en un ecosistema definido culturalmente. En ese sentido, ser mid-career te pone en un lugar inestable, pero ya existe un reconocimiento más o menos legítimo de tu trabajo. Ya no hay necesidad de justificar el proceso de aparecimiento, ya estás aquí, lo cual es una aceptación de tu existencia. Sin embargo, este proceso es muy largo, llega hasta los 60 años. Cuando tienes esa edad te comienzan a llamar senior y ya has salido del margen etario que define la temporalidad de una carrera artística. Como yo entiendo la carrera artística hoy, es una maratón, es una carrera a largo plazo.

 

Y esta identificación de artista de media carrera en tu caso –y te lo pregunto para aprovechar y hacer un esbozo de tu recorrido– va cambiando según el contexto. Entonces, teniendo en cuenta tu amplia movilidad geográfica, ¿se puede ir afianzando esta condición o poniéndose en duda, dependiendo del lugar del que estemos hablando?

Al estar desplazado de tu lugar de origen, el primer descubrimiento fue la inexistencia de este internacionalismo. Es efectivo que estando fuera de tu lugar de origen ocupas una condición internacional, pero la multiplicidad de localidades hace ficticia la imagen de pertenecer a un contexto internacional. Por tanto, en términos generales, al no estar en mi país, tengo la chapa de ser un artista internacional, pero como artista internacional en realidad pertenezco a una lugaridad muy específica, que a día de hoy diría que está ceñida al contexto español. Tengo que inscribirme en la nueva lugaridad. Y este lugar, que es enorme y posee una tradición muy pesada, es España. Y la correlación con otras salidas va dependiendo del propio proceso, simplemente de amistades que hay alrededor, gente que le interesa el trabajo, gente con la cual mantienes una comunicación estable; no necesariamente esto aparece en exhibición, pero hay un dialogo establecido y es lo que ha ido pasando naturalmente con Noruega. Se da por la constancia de visitas que se van dando, donde se establece una relación.

 

Y respecto a esto de la lugaridad de la que hablas, veo que tu obra está llena de referencias al arte, al pensamiento y a momentos traumáticos de la historia chilena. ¿Me puedes hablar sobre toda esa tradición que traes contigo a cuestas en todo este recorrido y cómo opera en la elaboración de tu discurso artístico?

Es inherente mantenerse. Creo yo que en la condición de cuerpo que posee cada individuo, que para mí se basa en ser membrana, la ecoicidad de todo aquello que forma finalmente tu condición de cuerpo, se va estableciendo sedimentariamente y va apareciendo en la medida en que también hay una distancia respecto a ese origen. Si yo miro mi trabajo como estudiante de arte en Santiago de Chile, era en extremo político, y ese trabajo desaparece al intentar inscribirme en la escena chilena del momento, que mantiene resonancias de las condiciones políticas, pero se abre a una celebración de esta posdictadura que aparece, con todas las falencias del momento. También yo hago una distinción entre mi personal condición militante política y un trabajo que refleje necesariamente esas condiciones. Y al hacer esta separación, es que ha habido una bipolaridad en mi persona, pero prefiero mantenerla así a generar una obra que solo represente. Habiendo dicho esto, cuando salgo de Chile es evidente que las resonancias se vuelven más importantes, donde la memoria es el hogar. Aquí es fundamental para mí la lectura de Catástrofe y olvido de Jean-Louis Déotte, que hace que la condición de transparencia, ecoicidad y membrana se establezcan en nodos; allí es donde entiendo mi práctica artística. Estando en Montreal hago un cómic sobre Allende, pero sale natural. Allí estuve muy cerca del comité de derechos humanos, donde hay de algunos chilenos exiliados y otros que habían sido torturados y que habían salido de Chile. Se te pegan los otros chilenos y viene cada uno con sus historias, que son otras. Y me doy cuenta de que ya no necesito desentenderme de eso, que puede salir naturalmente; los ecos hacen lo que quieren. El Seminario Gramsci, que es el primer gran trabajo que hago aquí en Barcelona (La Capella), parte del eco de una historia de Pablo Oyarzún, que aparece en el libro de Federico Galende, y me tomo solamente de una frase, frase que me interesa no solamente por el seminario, sino también porque Pablo en ese momento estaba sin trabajo. Para mí, la parte importante de la educación artística no es hablar de arte, sino de cómo ha resistido el artista para hacer ese trabajo. Hago Seminario Gramsci, que se hace eco de lo de Chile, pero ciertamente su resonancia es por Gramsci aquí en Europa. Siendo la primera pregunta de todo el mundo post-15M: ¿por qué habría que volver a Gramsci si este ya no sirve en las condiciones actuales? Presentar el hecho de que las lecturas gramscianas latinoamericanas son otras; la tartamudez de la traducción, el intento del entendimiento, etc. generaban otra lectura. Entonces, hoy yo trabajo a partir de los ecos, la ecoicidad. De hecho, la obra que hay en Fabra i Coats Centre d’Art Contemporani de Barcelona tiene ese nombre en realidad. Ecoicidad de lo que no tiene lugar, lo inlugarizable.

 

Hablando de este eco, me gustaría hablar del contexto que te encuentras al salir de Chile que permite que tu obra recupere su dimensión política –una obra que, por cierto, está atravesada por referencias de filosofía política: Marx, Lenin, Gramsci, etc.– desde una perspectiva más global. A mí me parece que entiendes el arte como un vehículo de transformación del presente, y te lo pregunto porque la crisis de 2008 en España reubica ese acervo político que traías de Chile.

Hay un encuentro que para mí es importante. En la feria de arte de Basel, en Miami, casualmente me encuentro, en el booth de la galería GB Agency de París, al artista checo Jirí Kovanda, de cuya obra he hablado, he publicado sobre él, le hice una entrevista, etc. Hay un momento en que me doy cuenta de que existe un paralaje entre las escenas artísticas detrás de la cortina de hierro y las que están bajo las dictaduras de derecha latinoamericanas. Y es que ambas escenas respondían más o menos en las mismas condiciones y al mismo fenómeno dictatorial del momento. Cuando empiezo a visualizar estas relaciones, me doy cuenta de en qué medida ambas tenían por sentido una transformación indirecta de la realidad, y esto es casi citando a Jirí Kovanda. Él no cree que el arte pueda directamente cambiar las cosas, pero indirectamente sí; es decir, no puedo hacer una manifestación artística que se parezca a una protesta pública porque estaría haciendo un simulacro. Ciertamente, si hago algo que se desconfigure de la estructura general de sentido, a pesar de que en una primera instancia nadie la vea, mella de alguna manera las condiciones. Entonces, viviendo luego en Estados Unidos me intereso por la teoría antropológica de James C. Scott, y un libro en particular que ha sido una especie de biblia para mí, que se llama The Art of Not Being Governed. Él tiene una percepción de lo infrapolítico como aquello que sucede pero que no sabemos si contrarresta necesariamente las condiciones políticas hegemónicas de un estado. Él pone un ejemplo central: ¿robar es un acto político? En términos esenciales, podríamos contestar que sí, que todo acto que burla las condiciones de propiedad actuales constituye un acto de insurrección. ¿Compone aquello una estrategia de dominación política para la transformación del statu quo? No necesariamente. Yo entiendo que en ese carácter funcional o político en lo que hago, no es mi trabajo hacer una necesaria representación de las condiciones en las cuales alguien está sufriendo, porque supongo que esa persona, en la política, producirá su propio estado de aparecimiento. El arte, creo yo, es el último resquicio de libertad absoluta que hay, ¿no? Con toda la problemática que generará siempre en el contexto de sentido que haya establecido una comunidad. Decir que el arte debe ser activista es problemático. Ambas escenas, tanto la latinoamericana entre los sesenta y los ochenta como la de los países detrás de la cortina de hierro, presentan la misma necesidad. Hacer cosas que parecían no tener sentido en el contexto. El happening de las gallinas de Carlos Leppe de 1974 no sé en qué medida uno podría analizarlo como una respuesta a las condiciones políticas que había. Es claro que la obra de Eugenio Dittborn Las aeropostales empieza a inundarse, ya entrado en los noventa, con imágenes que venían de las fosas comunes. Pero el primer plegado no tiene ninguna relación evidente con lo político, luego él es quien dice que en la plegadura está lo político. Y añadiría yo: también yace en el hecho político-plástico del uso de papel kraft. El pensamiento artístico es muchísimo más sutil frente a la necesidad de lo evidente. Las ideas estéticas no tienen concepto, exceden su propio entendimiento. Ahí está lo político, creo yo. Dentro de mi trabajo, intento no predisponer un discurso que enmarque el trabajo mismo, sino que a cedazos prefiero sacar lo político que tenga.

 

Te quería preguntar sobre esa desilusión en el arte que a mi parecer tus trabajos manifiestan. En algunas obras te detienes y edificas una suerte de antítesis del arte, y eso se refleja en esta constante alusión a la desaparición del arte, de la obra material y del artista mismo. Hay una crítica constante al medio, como si fuese un motivo enérgico y eficaz hacia, o en contra de, la propia disciplina.

A todo el mundo le pasa que esperaría que el contexto del arte sea más entretenido. Partiendo de algo tan banal como esto, a mí me gusta mucho el arte. Voy a museos, voy a ver obra vieja, me emociona ver pintura, escultura, dibujos. Yo creo que, al contrario, soy una persona muy ilusionada en el arte y en que este sea un punto de encuentro o de diálogo. Lo que sucede es que yo creo que el arte es como la ciencia dura. Los artistas no vamos a encontrar una solución al cáncer, pero tiene la misma prístina condición que aquí una persona no puede adquirir el sentido de lo que tiene allí delante en lo inmediato, a excepción de entenderlo en sus consecuencias. Yo creo que el arte, al día de hoy, exige un aprendizaje, y eso no tiene una valoración contraria al público. Implica poner la barra más alto. Si para leer una obra compleja es necesario hablar sobre la obra, es una tarea que hay que hacer. Hay que abrir vías de entendimiento. Es por eso que hago esta juntura entre filosofía y arte; el proceso de desmaterialización de la obra es para mí un proceso natural del trabajo artístico. Por eso las performances y las referencias a Jirí Kovanda, Bas Jan Ader, Gordon Matta-Clark, por nombrar a los más famosos. Desde allí termino por pensar que la filosofía es solo ideas que se exponen, se escriben, se traducen y se entienden. ¿Qué más conceptual que eso podría haber? Leer un libro de Hegel que no entiendo y que debo releer implica una temporalidad, hay una resistencia necesaria que me parece interesante para entender una obra. Entonces, en mi cabeza surgía la inquietud de hacer filosofía. Pero ¿cuál filosofía? ¿Filosofía académica? ¿Filosofía política? ¿Filosofía de salón? Y pensé que la filosofía es una herramienta artística, es decir, la filosofía como arte. Si pensamos en dos artistas que se parecen pero que en realidad son bien distintos, como Joseph Kosuth y Alfredo Jaar, ambos están tratando de hacer lo mismo, con la diferencia de que en el caso de Jaar la relación evidente con lo que está pasando hace mermar la capacidad del objeto artístico como objeto filosófico; y en el caso de Kosuth, se queda en la superficie de la filosofía, ya que la forma de la escritura filosófica no alcanza. Cuando vuelvo al Libro de los pasajes de Walter Benjamin, uno piensa: «esto es lo que hay que hacer». O, con el El tratado lógico-filosófico de Wittgenstein, ahí uno dice: «aquí está». Pero ¿cómo se muestra esa obra? ¿Se tiene que mostrar en un museo? ¿Se debe publicar un libro? Pero cuando se publica el libro, ¿se entiende esto como obra de arte? Para mí, la obra sublime de Raúl Zurita es Escritura en el desierto, que es una obra que no se ve y que es excesiva, carísima, etc., pero la escritura en el desierto es una obra que en círculos poéticos nadie conoce. Ahí te vas dando cuenta de que el contexto es el catalizador. Que sea chileno tiene sentido para que haga una escritura en el desierto. Hago esta juntura entre arte y filosofía sin saber dónde me va a llevar. El seminario De la inexistencia del arte fue un seminario; el seminario era la obra. ¿En qué sentido es la obra? Pues no lo sé, ya se verá. El trabajo en Materia Prima es un trozo de un trabajo más grande, en proceso de aparecer, que ha estado en forma de pósters en otras exhibiciones, y ahora se dio la posibilidad de hacer una prueba de gran tamaño. Uno podría escribir un ensayo sobre esto, pero ¿esto debería acompañar a la obra?

 

Desde esta idea que planteas de que el pensar es una práctica artística, quería preguntarte por el interés en lo efímero en el arte que has venido desplegando en tu obra.

Sí, es cierto, con la distinción de que al retornar a la pintura se vuelve a un materialismo, la propia escritura filosófica es un objeto. Por muy efímero que sea el proceso, hay objetualidad. Pero ¿cómo estas se inscriben en un contexto que me permita darle continuidad al trabajo? Y creo no tener la respuesta. La pintura es una respuesta natural y a contracorriente del contexto artístico al que pertenezco. Es una incomodidad. Actualmente no se sabe si pinto, si hago lo que se espera de mí o si hago filosofía. Me encuentro en esta disyuntiva, es complejo explicar lo que estoy haciendo. La inscripción formal que se hace desde los objetos es tan brutal que no queda espacio para desidentificarte. En términos generales, no niego que me gusta el proceso artístico de producir, pero me gusta también este otro proceso que pareciera no estar en ningún sitio desde el punto de vista de lo productivo.

 

La materialidad ha ido retrocediendo en tu obra y el pensamiento ha ido ganando espacio, como si quisieras encontrar un equilibrio, y, a mi parecer, tu rol como autor se ha ido haciendo más expansivo. Planteas una obra y simultáneamente tejes un contexto de referencias e ideas para albergarla. ¿Lo ves así?

Sí, puede ser. Cuando hice Miti Mota, es decir, proponer a una persona que medía un metro de altura para un concurso de escultura donde uno de los requerimientos era el metro cúbico como medida, se me relacionó con Santiago Sierra. Miti Mota fue anterior a la obra del fantasma y con esta pasé a usar mi propio cuerpo en la performance y a distanciarme del uso de los otros. Pero tampoco quería acercarme al tipo de obra de Regina José Galindo, donde el cuerpo físico se somete a condiciones extremas. Y la salida de mi cuerpo me la permite la enseñanza, el taller, donde lo que se comparte no es la actividad de un cuerpo sino lo que se comparte entre los cuerpos. Me cuesta reconocer mi obra desde fuera, pero si voy tejiendo líneas, las referencias aparecen. Por ejemplo, lo perdido ha estado siempre presente en mi obra, y pasa por el desaparecimiento, la inexistencia y por la indomiciliación; allí hay un universo. Pero sigo teniendo problemas con el objeto artístico. La verdad, no sé cómo tiene que aparecer. Admiro mucho el trabajo de otros artistas justamente por las soluciones que encuentran, pero nunca sé si debo o no debo hacer algo. Es mi problema en mi proceso de trabajo.

 

Entonces, ¿el concepto de seminario en tu obra es un acontecimiento o un objeto artístico? ¿Cuántos seminarios has planteado como obra artística?

Se podría decir que he hecho tres seminarios, y el primero fue el Seminario Gramsci, en La Capella. Básicamente, el seminario es una temporalidad que afecta a un grupo de individuos que se fidelizan con el estado del seminario. Por tanto, tienes un público fijo que participa de esta condición. Lo del seminario, por supuesto, nace de lo que hace Pablo Oyarzún de su propio seminario Gramsci, pero también pasa por Alain Badiou; él ha estado haciendo seminarios constantemente. Y, bueno, la práctica del seminario en Francia es un modelo artístico, diría yo. Verdaderas instituciones, los seminarios de Deleuze, Lacan, Foucault, etc. Para mí, el seminario posee este acondicionamiento en el cual comparto directamente la estructura de un pensamiento, que se hace porosa a los que participan en el seminario. Este me obliga a producir texto, escrito por mí y que pueda ser compartido para establecer un diálogo distinto al texto original, lo que me hace sacar de allí un objeto, con todas las dificultades que este posea. Y es un estado donde se conforma un cubo temporal sobre un pensamiento específico. Pero es difícil de hacerlo aparecer en algunos lugares, la idea de seminario normalmente nadie la entiende como obra. Es una manera compleja de trabajar añadiendo que yo no planteo seminarios sobre temas demasiado hot para las instituciones.

 

Luis, ya para finalizar quería preguntarte por tu taller, por el significado que este tiene para ti.

Bueno, el taller es un lugar donde puedo ensayar sin preocupación, pero también es el lugar donde ocurren frustraciones constantes. Porque este taller es un taller de pintura, no es donde necesariamente trabajo mis demás proyectos. Aunque algunos de ellos se leen aquí, tomo nota en los tiempos muertos. La pintura es un trabajo incómodo, no es agradable. No pasa por hacer imágenes que agraden, pasa más bien por imágenes que te vienen cazando, que te persiguen y que se acumulan y tienen que salir de alguna manera. Paso muchas horas concentrado en el error, es decir, después de un gesto que me parece importante para sintetizar lo que estoy haciendo y de pronto sumo otros gestos encima y no hay maneras de volver. Esta especie de palimpsesto decido que sea mera acumulación, que sea un accidente si me encuentro con algo. El taller es un laboratorio si se quiere, pero sobre todo es un lugar de incomodidad.

 

¿Y también de libertad?        

Sí, de libertad porque puedo hacer lo que quiera. Sin embargo, están las condicionantes de los materiales, de las dimensiones, los tiempos; es decir, mi libertad está en el inicio de las acciones, ese es el momento: al tomar decisiones sin un objetivo preestablecido.