por Olga Sureda
Artista polifacético y crítico, Xavier Arenós (Vila-real, Castellón, 1968) nos invita a reflexionar sobre sus obras, que generan debates con la sociedad e investigan en los márgenes de la historia oficial sobre aquellas experiencias utópicas del pasado que nacieron con la voluntad de transformar la sociedad. De esta manera, con el propósito de activar su potencial, reinterpreta y reconstruye algunos de sus documentos, arquitecturas y diseños, especulando sobre lo transitorio o provisional de lo utópico. Xavier Arenós es un artista que, desde su práctica, busca comprender las consecuencias políticas, culturales y sociales de la memoria y el olvido, partiendo de la base de que «sin olvido no hay memoria».
En tu trabajo como artista destacaría tu carácter polifacético, tanto por las técnicas que utilizas como por los planteamientos de tus obras. ¿Qué consideras que es más importante para ti, la experimentación con el lenguaje o la búsqueda de significados?
En mi trabajo la idea siempre es la que me lleva hacia el tipo de material y técnica más adecuado. Según las necesidades de la idea puedo hacer un vídeo, una escultura, una fotografía o un dibujo. Aunque tengo muy en cuenta la formalización y no descuido el lenguaje plástico, para mí es más importante la búsqueda de significados. Me gusta contar historias y cruzar ideas a partir de conexiones. Por este motivo, en muchas ocasiones aparece un texto que acompaña la obra. Además de la importancia que le doy al concepto, también hay una implicación en el proceso de trabajo. Generalmente, me gusta realizar todo el proceso constructivo aunque el acabado no sea profesional. De ahí mi interés por el bricolaje como acto de autonomía y de autoafirmación, pero también de inclusión del defecto, de la inseguridad o del error.
¿Qué significa para ti el concepto de utopía? ¿Calificarías tu arte de utópico, es decir, entendido desde el punto de vista de que reinterpretas una utopía fracasada y la replanteas como algo posible?
La palabra utopía es bastante indeterminada, ya que significa a la vez ‘de ningún tiempo’ y ‘de ninguna parte’. Si para Tomás Moro la utopía es un estado inventado e ilusorio, para Ernst Bloch es lo posible y lo concreto. Sin embargo, para ambos prevalece el ideal de vivir en armonía, sin conflictos, de manera justa y equitativa. Esta dicotomía entre la imaginación y la realidad es una constante en el ideal utópico que unas veces se escora más hacia un lado y otras hacia el otro. A pesar de que la palabra utopía está muy desgastada y su significado a veces se confunde intencionadamente con el de la distopía, querría recalcar que la utopía apela a la emancipación y a la dignidad humana. Cómo vivimos y cómo nos gustaría vivir, cómo es este mundo y cómo nos gustaría que fuese. Por esta razón creo que nuestra naturaleza, antropológicamente hablando, es utópica. En ese anhelo por ir en busca de un ideal quizá se encuentre el detonante que nos impulsó a bajarnos del árbol, a erguirnos y a andar en busca de un horizonte.
- Respecto a si mi trabajo es utópico, en el sentido más evidente o propositivo del término diría que no, ya que ni planteo soluciones ni doy respuestas. Aunque a nivel más inconsciente puede que sí lo sea, ya que en algunos proyectos –y seguramente a modo de autoengaño– intento dejar puertas entreabiertas para la esperanza.
Un tema común en tus proyectos es el de las «utopías fracasadas». En realidad, toda utopía es o puede ser un fracaso, pues la utopía nunca puede concluirse. ¿Cómo explicarías esta connotación negativa implícita en la palabra fracaso? ¿Por qué piensas que esas utopías fracasaron?
Es cierto, es muy probable que el fracaso sea intrínseco a la utopía. Esto corroboraría el dicho de «cuando más parece que nos acercamos a la utopía, más se aleja». Es evidente que el intento por alcanzar ideales tan elevados puede propiciar todo tipo de desastres. Como el Movimiento Moderno, que en su afán por establecer un ideal armónico se erigió en promotor de un habitar que estandarizaba la diversidad mediante una homologación universal. Esta imposición acabó en muchos casos en degradación y fracaso. O las altas expectativas que el comunismo soviético depositó en la figura del obrero, cuya idealización se pervirtió hasta el paroxismo. Tanto fue así que algunos obreros denominados bogatyr, o Hércules, en su ansia por alcanzar la perfección llegaban a morir por extenuación. O también la convivencia en algunos falansterios o comunidades utópicas donde, por obviar las emociones en la gestión de lo cotidiano, afloraba lo más miserable del ser humano. ¿Cómo gestionar el afecto, el dolor, el deseo, la tristeza, la avaricia, el abuso o la pereza? La ausencia de estos cuidados acabó en muchos casos en deserción o abandono, y en otros, en abuso de poder y sectarismo. Aun así, no podemos obviar que la mayoría de las utopías sucumbieron aplastadas por el poder hegemónico al manifestarse como alternativas que podían amenazar su statu quo.
El fracaso no necesariamente tiene que ser entendido como algo peyorativo: quizá sea una oportunidad, como dijo Beckett, de fracasar mejor. Y quizá también sea la única manera de probar otra vez.
¿De dónde nació tu interés por aquellos creadores con espíritu vanguardista y transformador que intentaron generar nuevas formas de pensamiento y de relación social rompiendo con el contexto político-social, como por ejemplo los que se enfrentaron al fascismo en España en los años treinta o en los años setenta?
Creo que nació por la necesidad de encontrar en el arte, además de un sentido poético, un sentido político. El arte nos muestra otra manera de percibir, de comprender, de aprender e incluso de ser. De ahí que me sienta parte de una correa de transmisión que entiende el arte como una herramienta transformadora.
Mis principales focos de interés son los años veinte y treinta, con las vanguardias soviéticas, la arquitectura moderna y el productivismo cultural comunista y anarquista que se dio durante la Guerra Civil española; y los años sesenta y setenta, con el situacionismo, la contracultura, la autonomía obrera, el feminismo o el primer ecologismo. También soy consciente de que hay mucho de mistificación de aquellas épocas, pero por otra parte creo que es inevitable porque marcaron un hito. Por esta razón, la Guerra Civil sigue siendo uno de los principales temas de la historia contemporánea española. No solo porque se desencadenó como consecuencia de la injusticia social que provenía de los cien años anteriores, sino porque su desenlace ha condicionado (y está condicionando) los cien posteriores.
Algunos de tus proyectos me recuerdan al trabajo del colectivo ruso Chto Delat (What is to be done?) ¿Compartirías con ellos la célebre pregunta que formuló Lenin en 1902 de «¿qué se debe hacer?» y que da nombre al grupo?
Efectivamente, hay muchos puntos en común con el grupo Chto Delat. Me interesa como plataforma que aglutina poetas, artistas y filósofos, y por su capacidad de generar actividades tan dispares como cine, teatro o radio. Por mi parte siento una extraña e inexplicable atracción hacia Rusia. Considero que existió un puente muy importante entre España y la URSS como consecuencia de la Guerra Civil y que, según mi parecer, no ocupa la atención política ni cultural que merece. Respecto a la pregunta de Lenin de «¿qué hacer?», unos dirán que nada, no vale la pena, las cartas están marcadas de antemano; otros, que es suficiente con desplazar un poco las cosas de sitio con el fin de conseguir algunos cambios; y los menos, una revolución. Personalmente, no veo ni a corto ni a largo plazo ninguna alternativa al capitalismo. Hay una gran desorientación; muchas teorías apelan a la organización colectiva, pero nadie sabe cómo dar el primer paso, ni cómo hacerla efectiva. Da la sensación de que estamos esperando a que el capitalismo implosione por sí mismo, y que sea su propia entropía quien lo deshaga en mil pedazos. Quizá en la entropía radique la venganza de la utopía.
En relación con tu última exposición individual, La presencia y la ausencia, en el IVAM de Valencia (2017), comentabas que te interesa mucho el pasado que llevamos sobre nuestras espaldas, la presencia que tiene y cómo nos puede ayudar a entender el presente. ¿Por qué consideras fundamental el concepto de memoria y cómo influye eso en la narratividad de tu trabajo?
Transportamos genética y psicológicamente una parte muy importante del legado de nuestros padres, de nuestros abuelos o de nuestros bisabuelos. En mi trabajo el pasado es fundamental, me hace sentir que pertenezco a algún lugar, que hay tiempos simultáneos que conviven y que todo está conectado. Excavar en el pasado tiene a la vez algo de arqueológico y de psicoanalítico. Si no lo sanamos y lo ordenamos, estamos condenados a repetirlo. Y eso parece que ya está pasando. Deberíamos alarmarnos por el trato que Europa está dando a los refugiados, por la construcción de campos de concentración en las fronteras o por las cada vez más habituales políticas represivas y discriminatorias.
Tu obra está relacionada con lo que tú llamas «memoria política», un tema que siempre está presente de alguna manera en tu obra. En este sentido, ¿considerarías la memoria como un deber moral o el olvido como un imperativo político?
Alguien dijo que somos lo que hemos perdido. Recordar es necesario y olvidar también lo es, pero para hacerlo necesitamos estar en paz con las víctimas y con nosotros mismos. Tenemos un deber moral con el pasado. De hecho, la tercera generación es la que suele romper con el silencio, la vergüenza o el miedo, bien rindiendo homenajes a sus muertos o sublevándose contra el orden establecido.
En cuanto a la memoria política, encuentro necesaria reivindicarla no solo porque en ella se encuentran algunas de las claves para entender el presente, sino porque objetivos como la igualdad, la libertad, la tolerancia o la emancipación siguen sin alcanzarse. Me refiero, evidentemente, a la memoria anarquista, comunista, o a la potencia transversal que representó el Frente Popular.
¿Crees que la práctica del artista da cierta autonomía para hacer «lo que uno quiere»? ¿Una autonomía que, desde otra profesión, quizá no se contemplaría?
En principio, sí, porque pocas profesiones se pueden permitir jugar y experimentar tan libremente como la práctica artística. Otra «ventaja» de esa autonomía se debe al desconocimiento de nuestro trabajo por parte de la sociedad. Esa falta de conocimiento permite que nos podamos colar por algunos intersticios o grietas sin levantar demasiadas sospechas. Aunque, en verdad, esta sensación de libertad tiene algo de fantasioso y contradictorio, ya que gran parte de los poderes que el arte cuestiona o crítica son los mismos que compran las obras, o forman parte del patrocinio que permite exponerlas.
¿Qué sentido tiene para ti una cartografía de artistas mid-career en el contexto de Barcelona?
Creo que la media carrera es una manera de encajonar o catalogar como cualquier otra. La industria cultural y sus afluentes necesitan legitimar y justificar sus actos. De la misma manera que existe un culto a la novedad y a la juventud, la madurez intermedia tiene su reconocimiento. Se valora cierta travesía en el desierto, cierta solvencia, cierta coherencia y cierto currículum, pero creo que cada persona tiene un ritmo, un desarrollo y unas necesidades diferentes que a veces concuerdan con la edad biológica y otras no. La mid-career también tiene mucho que ver con la idea un tanto obsesiva del éxito, del tren que pasa y toda esa mitología. En general no creo demasiado en cartografías, listados, clubs o cánones, ni tampoco en contextos que engloban o compartimentan el arte en territorios.