Entrevista a Yamandú Canosa

por Christian Alonso

 

 

La prolífica obra de Yamandú Canosa (Montevideo, 1954) se ha centrado en elaborar y desarrollar una noción expandida del dibujo y de la pintura fuertemente vinculada al lenguaje entendido como estructura dinámica decisiva para la constitución subjetiva del ser humano. Tras un proceso de revisionismo que le lleva a romper con la lógica de los estilos históricos, asume la experiencia como sujeto y articula conceptos sobre estrategias de construcción del sentido. Desde esta experiencia crea complejas narrativas que tienen que ver con el plano como cartografía, el plano como piel, el plano como espacio cóncavo o el tiempo de la mirada, así como con cuestiones relacionadas con la identidad cultural, el paisaje, la memoria y los afectos. Sus instalaciones, en cuanto que composiciones, se orientan a ampliar los límites del sentido, al análisis de la mirada, a la percepción y la formación del sujeto con y a través del lenguaje. Sus cartografías subjetivas se despliegan a través de fragmentos, rastros y vistas parciales que se distribuyen en relación con la línea del horizonte como plano diagramático, lo cual le sirve a Canosa para pensar el arte y su entorno, redefiniendo a su vez la noción de experiencia estética.

 

 

¿Cómo se inscribe un Yamandú Canosa de veintiún años en el contexto artístico de Montevideo, habiendo empezado los estudios de arquitectura, justo antes de mudarse a Barcelona y de estallar el golpe de estado que instauraría la dictadura militar que duró tantos años?

Tu pregunta es un story board de hechos concadenados. Debemos situarnos en el Río de la Plata de inicios de los setenta, con una potentísima vida cultural, muy al día. Formar parte del contexto artístico no fue una elección; simplemente fue. Estudiaba Arquitectura al tiempo que dibujaba mis psicodelias. Arte y arquitectura fueron mis pasiones desde pequeño. Miguel Ángel Pareja, un tío mío, fue uno de los grandes pintores abstractos de la postguerra en Uruguay y, en casa, la arquitectura estaba presente todos los días a través de mi hermano mayor, que ya había ingresado en la universidad. L’Architecture d’Aujourd’hui y las maquetas eran parte de mi paisaje. Y la psicodelia, su música; pero, sobre todo, su gráfica, sus pósters y portadas de discos. Esas pulsiones se materializaron al ingresar en la Facultad de Arquitectura y en mi deambular por las galerías de arte de Montevideo. ¿Cómo empecé a construirme un circuito de arte? No lo recuerdo, instinto adolescente. He de decir que también me favoreció que el dibujo, como disciplina artística, se había transformado en una herramienta de comunicación urgente, fresca y rompedora, en un momento políticamente dramático en las sociedades latinoamericanas. En 1972, con dieciocho años, obtuve un premio en un concurso de dibujo y a partir de ahí fue todo muy rápido. Entre 1972 y 1975 hice tres exposiciones individuales en Montevideo, en la galería U –que aglutinaba toda la movida del arte uruguayo–, y participé en tres colectivas en Buenos Aires. A finales de 1975 emigraba a Barcelona de la mano de un marchante catalán. La dictadura militar recién llegada y una sociedad en pleno derrumbe no me dieron opción: Uruguay me echó.

 

¿Cuál es el panorama social y cultural con el que te encuentras al llegar a Barcelona, el mismo año que murió Francisco Franco, poniendo fin a otra nefasta dictadura que duró tantos años? 

Llegué a Barcelona con veintiún años, días antes de la muerte de Franco. Ver a Arias Navarro en la televisión anunciando su muerte fue mi bautismo de fuego con la sociedad española, la antesala a una época apasionante de conquista de libertades.

 

¿Cuál fue tu vínculo con los artistas que conformaban la estela de Joaquín Torres García? 

Mi primer círculo de amistades se construyó alrededor del pintor Ernesto Drangosch, que había llegado a Barcelona un par de años antes. Junto a Ernesto estaba Adolfo Nigro. Ernesto y Adolfo eran dos talentosos artistas argentinos, entrañables, cultos y generosos, que se habían formado en Montevideo con José Gurvich, discípulo de Torres García. Con ellos comencé a visitar los museos y las galerías de la ciudad. Mi obra estaba entonces muy lejos del universo torresgarciano, pero llegar aquí y comenzar a ver el arte a través de sus ojos tuvo un sentido iniciático, de alguna manera, dado que Torres García fue el vínculo de la modernidad entre Barcelona y Montevideo, un cante de ida y vuelta.

 

¿Y cuál fue tu relación con el grupo Dau al Set? 

En mi maleta traje el libro de Joan Ponç, que la editorial Polígrafa había editado en 1972. El libro me lo había llevado de regalo a Montevideo Alejandro Soler Roig, el marchand catalán por el que vine a Barcelona. Alejandro decía que mi obra tenía espíritu ponciano. A través de él, en 1979 conocí a Joan Brossa, quien luego presentó mi primera exposición en la galería Joan Prats en 1980. La galería Joan Prats tenía una estrecha relación con el grupo Dau al Set en esa época. Exponía a Ponç, Brossa, Tàpies… Recuerdo a Brossa como un ser absolutamente generoso, sabía acercarse a una persona joven y encoratjar-la, volverse cómplice para darle ánimos. Cuando nos conocimos, y mientras miraba mis carpetas llenas de dibujos hechos con la frescura intuitiva de la inmadurez, me dijo que mis lunas eran «lorquianas». Le visité en el pequeño estudio que tenía en Balmes esquina Travessera de Gràcia, uno de los espacios más increíbles en los que he estado, una instalación avant la lettre: un mar de revistas y periódicos acumulados durante décadas, que cubrían todo el suelo del apartamento, y sobre los que flotaban, a duras penas, una mesa y algunas sillas. Un océano de letras y palabras al que precedía, en una pared, un viejo cartel enmarcado de Frégoli. Y Brossa no era solo Wagner, era un gran conocedor del tango. Pasamos toda una tarde escuchando tangos en casa de Quintín Cabrera, un conocido cantautor uruguayo radicado en Barcelona desde hacía años.

 

Tomando como referencia la obra que presentaste en las tres exposiciones individuales que acogió la galería Joan Prats durante los años ochenta (1980, 1983 y 1987), se podría decir que en ella hay una voluntad de explorar, mediante la utilización del dibujo y un uso singular del color, un universo dominado por el signo, el símbolo y la estructura, que vendría a definir los repertorios iconográficos de esta primera etapa de búsqueda de un lenguaje pictórico propio. 

Estas tres exposiciones a las que haces referencia son muy diferentes entre sí. Para mí son obras de un período de formación, que dura hasta 1987; la antesala de todo un campo conceptual en el que empiezo a trabajar a partir de 1988, cuando inauguro la galería Benet Costa de Barcelona, en el nuevo circuito que comenzaba a articularse en el Born. La primera, en 1980, recoge la obra realizada en los primeros años en España, entre Ibiza y Barcelona. Una de las series centrales era Americania, uno de mis trabajos más queridos. Efectivamente, estaba llena de signos que juntaban referencias a Miró, Torres García, Klee y Dau al Set. Toda una familia de referencias de las que no era del todo consciente, y que me daban las herramientas para evocar una América del Sur mágica, esencial. Una América a la que yo quería regresar. Esta serie es, sorprendentemente, la que más se acerca a algunos planteamientos espaciales en los que empecé a trabajar a finales de los noventa, más de veinte años después. Americania era una serie «paisajística», en el sentido de que proponía un paisaje abstracto, ideal, con su horizonte articulador en el que pasaban cosas, en el que la tierra era transparente y dejaba ver sus secretos. Americania se emparentaba todavía con algunas obras montevideanas.

En la muestra de 1983, el planteamiento formal ya iba por otro lado. Comencé a trabajar intensamente en telas, algunas de gran formato. Imaginaba el inicio de las formas, me situaba en el inicio del mundo, en el inicio de los tiempos, donde las cosas y los seres –los seres del lenguaje también– se prefiguraban. El resultado eran formas primordiales, abstractas, que flotaban en el espacio del plano, evocando seres o entes en formación. La última exposición que hice en Joan Prats fue en 1987, Río figurado. Tomé el título del texto que el poeta canario José Carlos Cataño me escribió para la muestra. De alguna manera era una conversación con Torres García, una deconstrucción. Eran los años finales de la transvanguardia, en los que revisitábamos la modernidad. Proponía una relación libre entre geometrías del plano e iconografías simples, esquemáticas. Lo recuerdo como una especie de exorcismo.

 

En relación con esta primera etapa, ¿qué te llevó a considerar el hecho pictórico en términos espaciales y semióticos, distinguiendo la posterior serie de exposiciones que constituyen Hotel Nada (1991-1993)? ¿En qué medida podemos hablar de continuidades o discontinuidades?

Bueno, antes de la serie de exposiciones Hotel Nada está la muestra a la que me refería antes, la que hice en la galería Benet Costa en 1988, un año después de Río figurado. Fue un reset de toda mi relación con el plano de representación. Pero, sobre todo, puse el lenguaje en el centro del discurso. No me refiero al lenguaje en términos formales, pictóricos; me refiero a eso inmaterial, preformal, al lenguaje como estructura que nos atraviesa, a aquello de que somos «cuerpo de lenguaje». Empecé a asumir discontinuidades formales, eclecticismos, rompiendo con la idea de «estilo», en un ejercicio de libertad, asumiendo la complejidad de la experiencia como sujeto –una complejidad a la que el estilo no puede dar respuesta, dado el reduccionismo unitario que supone–, y empecé a articular conceptos sobre estrategias de construcción del sentido que fueron el germen del proyecto Hotel Nada. En ese año vi en el MNCARS, en Madrid, una muestra que fue definitiva para mí en aquel momento: la extensísima exposición Arte Mínimal de la Colección Panza. La viví como si fuera una expedición a los límites del sentido o a la conquista del polo Norte. Fue el detonante de la aparición de un sitio desde donde pensar el arte y sus alrededores, y de comprender el lenguaje como un paisaje por recorrer. De alguna manera, ahora recuerdo mi recorrido por las salas del museo como una performance, como una deriva en un paisaje; como un viaje a los límites del lenguaje que es paisaje, a los límites del nombrar.

Gracias a Benet Costa pude preparar la muestra de inauguración de su espacio en el Born en las mejores condiciones. En la exposición había dos piezas que recuerdo especialmente. Una era La pensé, una tela de cinco metros en la que había todas las combinaciones posibles entre diez imágenes. La otra era Caos, una pintura de tres metros que ampliaba la imagen de un artículo científico, un mapa de las relaciones entre decenas de grupos de científicos que estudiaban diferentes aspectos de las estructuras caóticas.

 

¿Y esto tuvo continuidad en las exposiciones de Hotel Nada?

Sí, de alguna manera en 1988 puse las bases conceptuales de todos los trabajos posteriores. Fue una liberación. Apareció todo un mundo por el que deambular y empezar a dialogar con la contemporaneidad, ideas que se han ido ampliando, matizando y articulando hasta hoy. Y aparecieron conceptos que adjetivaban el plano de representación: el plano como cartografía, el plano como piel, el plano como espacio cóncavo o el tiempo de la mirada.

En el proyecto Hotel Nada apareció la cartografía como sujeto, a partir –por supuesto– de aquel dibujo mítico que Torres García hizo en Montevideo en 1935. Descubrí la capacidad narrativa de la cartografía. Pero la génesis del proyecto Hotel Nada fue otra visita a los límites, que me sugirió la lectura de Edie, la estupenda biografía de Edie Sedgwick, musa de Andy Warhol. En el libro se describe el ambiente del Chelsea Hotel de Nueva York a mediados de los sesenta, donde decenas de personajes vivían al borde de la experiencia, en el límite, sobre el que caminaban como torpes equilibristas. Los títulos de las obras del proyecto Hotel Nada eran números de habitaciones, pero el sujeto de Hotel Nada era la construcción del sentido. Las imágenes o las palabras se combinaban rompiendo las cadenas metafóricas, saturaban el plano con combinatorias que daban señales equívocas sobre la posibilidad de construir sentido. La palabra Nada se refería a lo no nombrado, a lo que estaba fuera del paisaje del lenguaje o en su límite. Me imaginaba como un «quintacolumnista» del lenguaje, boicoteando la posibilidad de sentido. De alguna manera, el programa de Hotel Nada era el reverso formal del proyecto minimalista, pero con la misma utopía de cancelar el sentido. Por supuesto que fracasé en el intento, pero fue una experiencia apasionante, que dejó el rastro de decenas de obras y la posibilidad de abundar en la apertura de recursos formales y conceptuales.

De esa época es también una serie de dibujos muy querida, la serie Topografías: cincuenta y cinco dibujos circulares, que se expusieron primero en Hotel Nada y Topografías, en el Centre de Lectura de Reus, en 1991, y posteriormente en el MNCARS. La serie partía del hecho de que el horizonte es el círculo que dibuja la mirada alrededor del punto de mira. Más allá de ese horizonte, en términos de lenguaje, está lo que no pertenece al territorio del sentido, lo que está fuera del paisaje, lo que no ha sido nombrado. Topografías eran cartografías metafóricas de lenguaje con imágenes visitando el límite de ese paisaje. En el campo de las artes, cada operación de ensanchar el campo del sentido supone mover ese horizonte, nombrar.

 

En 1993, coincidiendo con tu exposición La Mirada Rampante (Museo Juan Manuel Blanes, Montevideo), inauguras un periodo de instalaciones en el que pasas a dibujar sobre el muro, al cual añades y combinas obras sobre papel, pinturas e incluso esculturas, y formas con todo ello una constelación. ¿Podemos ver este desplazamiento hacia una noción expandida del dibujo que excede el marco como un paso más hacia la ampliación de los límites del sentido?

La Mirada Rampante supuso mi reencuentro con Montevideo. Y como en la mayoría de las exposiciones de los migrantes que regresan a su lugar de origen, esta exposición era una reflexión sobre la migración y sobre la percepción que construimos de la propia tierra desde la distancia, desde la compleja experiencia de ser extranjero. En este caso, y siguiendo el hilo de los temas en los que había empezado a trabajar, sujetos como el territorio, la cartografía y el paisaje del lenguaje eran las herramientas centrales del discurso de la exposición. El año anterior, preparando mi muestra Hotel Nada en Rotterdam, había pintado H-206, una nueva cartografía del atlas mundial, inspirado en la cartografía de Torres de la que te hablaba antes. Era como una puesta al día de esa potente propuesta geopolítica. Necesitaba esa obra en Montevideo, pero era imposible transportarla. Entonces decidí proyectarla sobre el muro de ocho metros del fondo de la sala y dibujar el mapa con carboncillo sobre la pared, ya que lo que necesitaba en Montevideo era esa iconografía, no la materialidad de la obra. A partir de esa experiencia, el muro y el espacio que todo muro construye pasaron a ser (para mí) el soporte final de la obra, no un sitio donde clavar un clavo y colgar un cuadro. Y también empecé a trabajar con la idea de pintura o dibujo expandido. Aunque, en realidad, lo que históricamente ha sucedido es que se ha ido abandonando el muro como soporte hasta la aparición de la obra autónoma. El muro y el espacio son el soporte natural de la representación, y lo que hoy llamamos pretenciosamente instalación es, en realidad, una vuelta a un espacio ancestral, primigenio.

 

A partir del año 1999 comienzas a trabajar sobre dos ideas que marcarán un antes y un después en tu obra: el horizonte y los icebergs. Estos dos elementos, que se relacionan entre sí, cristalizan en el proyecto La línea H (2001-2004). Se podría afirmar que en esta serie continúas con tu análisis de la mirada, la percepción y la formación del sujeto con y a través del lenguaje, a través del despliegue de fragmentos, rastros y vistas parciales que se distribuyen en relación con la línea del horizonte como plano diagramático. Estos fragmentos desafían decididamente la ilusión de unicidad que persigue el ojo y nuestra psique. ¿Cómo surge esta línea de trabajo? ¿Hacia qué caminos te ha llevado el horizonte magnético?

La línea H es el fruto de otro periodo de residencia en Rotterdam, aunque había empezado a trabajar en ello de manera marginal antes, en Barcelona. El horizonte como eje del espacio de representación (algo tan obvio y clásico) es la herramienta conceptual que acabó de completar el modelo que se había empezado a construir diez años antes. El horizonte, además, no solo aparece a partir de entonces en mis trabajos (en los dibujos y pinturas), sino que pasa a ser lo que organiza las piezas en el espacio de las instalaciones. A veces, incluso, atraviesa las paredes de las salas como pintura mural. Es el elemento que acaba transformando mis instalaciones en paisajes. Ahora los horizontes de las obras se superponen al horizonte del espacio, de manera que las iconografías pertenecen definitivamente a un paisaje, a la vez que se muestran como fragmentos de ese paisaje. En esta operación hay cierta justicia ecológica; se le devuelven al paisaje del lenguaje las imágenes que le pertenecen. Cada mirada construye su horizonte y este pertenece al lugar en el espacio desde donde la mirada lo construye.

La serie Topografías, por ejemplo, era una sucesión de mapas, en cuyo centro estaba la mirada que construía el círculo desde su vértice. En la serie de exposiciones La línea H la mirada construye la geometría óptica de ese paisaje, marca las alturas de las iconografías y organiza sus lejanías. Hay un corte en ese plano, y ese paisaje es explorado también en su altura y profundidad. Es lo que en arquitectura llamamos alzado de un plano. Es decir, que a partir de ese momento completo las herramientas para poder explorar el paisaje de lenguaje de manera tridimensional, espacial. Al final, es una operación muy simple, clásica, que va desde el paisaje físico, real, hasta la experiencia emocional y subjetiva con la que interactuamos en él. Patricia Bentancur, en su texto para el catálogo del Premio Figari, llama a este mecanismo mestizo «paisaje impresivo». Se trata de hacer un mapa de ese paisaje, describir su topografía y hacer un alzado del conjunto, investigarlo en su proximidad y en su lejanía.

 

¿Y los icebergs?

Empiezo a trabajar en ellos en 1999, en otro periodo de residencia en Holanda, en Den Bosch. Son la continuación de las montañas de Psico, mi serie de trabajos de finales de los noventa. Esas montañas estaban habitadas por «excursionistas» que se relacionaban de maneras absurdas e intentaban escalarlas sin motivo aparente. Con La línea H supongo que esas montañas quisieron ser, también, icebergs y flotar. Pero el iceberg tiene un inmenso poder evocativo, que se fue construyendo mientras trabajaba en él. Es un modelo de realidad en sí mismo. En primer lugar, es una gran metáfora de la percepción. Lo que vemos de él –en este caso, una cresta de hielo flotando–, esa imagen es en realidad la pequeña parte de un todo. Esa imagen está sostenida por algo que se nos oculta. Pintar un iceberg tiene que ver con el trabajo del arte: hacer visible lo que construye calladamente la imagen como experiencia, como concepto o como emoción; lo que sostiene la imagen pero se nos oculta. En ese sentido, el arte trabaja desde ese eje, desde esa bisagra, desde esa línea de flotación, vinculando lo que está arriba y es percibido con lo que está debajo y lo sostiene. El arte completa la imagen. El iceberg es también memoria en movimiento, agua milenaria; es una forma inestable que migra, viaja, se transforma y desaparece. Y si después de hablar de esto revisitamos el dibujo de Torres García al que antes me refería, veremos que la imagen invertida de América del Sur es un gran iceberg que flota, dejando ver el Cono Sur sobre su línea de flotación a 40º de latitud sur, sobre el que navega un barco, con un cardumen de peces en las profundidades y los cuerpos celestes en las alturas. Este dibujo de Torres García es mapa y es paisaje, es una pirueta visual.

La última muestra del proyecto La línea H, en 2003, estaba dedicada a este maravilloso objeto, que es pura poética: La línea H (iceberg), en el Domus Artium de Salamanca. Otra de las exposiciones de este proyecto estaba dedicada a otro ente ambiguo que también navega entre dos estados: el zahorí. Hice varios dibujos en Rotterdam sobre este tema, junto con algunos icebergs. En Figueres expuse La línea H (la canción del zahorí) en 2002. El zahorí «siente» desde la superficie lo que está debajo de ella. Este personaje tiene la virtud de parecer algo sobrenatural, al tiempo que trabaja con leyes físicas. Tiene mucho que ver con el proyecto de La línea H.

¿Es desde este punto de vista que te refieres a tu obra posterior como una búsqueda de una «geometría del imaginario»?

La «geometría del imaginario» es el nombre que doy a la gramática del modelo desde el que trabajo. Tiene que ver también con el «inconsciente óptico» de Rosalind Krauss. Óptica versus inconsciente y geometría versus imaginario. Son construcciones que tienden a ser oxímoron, y todo oxímoron supone una síntesis; pone en relación elementos a priori opuestos o contradictorios. La óptica nombra el cuerpo. Y la óptica pertenece a las leyes físicas, concretas, objetivas. El inconsciente pertenece a la duda, a lo opinable. El cuerpo, aquí, es un ente complejo, mestizo. Es síntesis. Lo que me interesa es cómo la óptica y la educación emocional de la mirada nos construyen. Cómo el espacio en el que aprendemos a mirar –su fisicidad– articula un espacio tridimensional que acaba siendo el lugar mestizo e impuro del lenguaje que nos articula. En la expresión «geometría del imaginario», imaginario se refiere a la imagen, a que el mundo se piensa imaginando, con imágenes. Pero es una gramática preformal, no tiene estilo, no es la gramática de un estilo, es una gramática inmaterial. Quiero que sea un modelo transversal, una herramienta para poder incorporar la complejidad de la experiencia, con la libertad de no tener que atender a un estilo. De alguna manera, mi condición de migrante genera, también, este espacio. La coherencia se establece, entonces, en un lugar virtual a la obra en sí; no en su forma, sino en el concepto que la genera.

 

Recuerdo, de cuando hacía las visitas comentadas a tu exposición El árbol de los frutos diferentes (Fundación Suñol, 2011), que lo que más me atraía de tus instalaciones era la falta de lenguaje para describir lo que está pasando. Más allá de la narrativa histórica que te sitúa en una variable espacio-tiempo y con unos referentes históricos, hay algo que se escapa, que está fuera de las palabras. Ante tus instalaciones traspasamos un umbral y accedemos a una zona de indeterminación, nos desplazamos de la representación a la experimentación, nos hacemos preguntas, pensamos, nos sumergimos. El encuentro con esta indeterminación no nos conduce a la existencia vacía de sentido, sino que nos sitúa en un punto previo, desde el cual se revela el mundo de ilusiones en el que vivimos, que somos animales y que lo único que nos mueve es el deseo. Es desde este sentido que las deformaciones y desfiguraciones nos invitan a descodificarnos, a desaprender hábitos de pensamiento institucionalizados. Y creo que es el potencial del arte, que siempre lo fue pero que en tiempos de crisis parece cobrar especial valor.

No tengo distancia sobre lo que me comentas, en todo caso me alegro de la experiencia que me cuentas. Cuando hago instalaciones intento poner en juego una maquinaria en que la acción de percibir, cómo miramos, es el sujeto que construye el itinerario, desde la premisa de que es el espectador quien construye la obra. Intento que cada pieza obligue a un reset continuo de lo que se está viendo. Es decir, que la mirada no se acostumbre, que no se relaje. De alguna manera, el modelo responde a la heterogeneidad de la experiencia, a la naturaleza contradictoria y diversa de los inputs que nos construyen. Esta combinatoria busca mantener activa la alerta de la percepción, haciendo que las obras nos vuelvan a interrogar continuamente a la vez que crean núcleos de sentido. Las obras ocupan el muro como notas de una partitura. Martí Peran, comisario de esa exposición, llama a esa operación «tabular». Como he comentado antes, hay una propuesta de circular por un paisaje. David G. Torres y David Armengol –comisarios de Materia Prima junto a Peran– también me han hecho ver que esta metodología les sugiere una cierta propuesta performática, una extensión de la deriva con la que están hechos algunos de mis trabajos. Quiero que el observador, ese paseante, se sumerja en el paisaje y que el lugar óptico desde donde se mira armonice con lo mirado. Es un juego secreto, creo. No es una interacción consciente, pero ha de funcionar subliminalmente como trasfondo; la intención de construir una narrativa de algo que nunca se resuelva y que siempre se sugiera. Las instalaciones son frases en el muro, y los muros tienen nombres.

 

Los ensamblajes murales o instalaciones ya no son arte como lo hemos entendido tradicionalmente, huyen de cualquier referencia a la historia del arte. Al mismo tiempo, su disposición y la relación con el espectador cambian radicalmente y redefinen la noción de experiencia estética. En pocas palabras, desbordas la relación sujeto-objeto. ¿Cuál es el lugar de la pintura en el arte actual? ¿Cómo crees que ha afectado el «fetichismo por el cuadro», el privilegio del soporte como elemento portador de significado? ¿Cuáles son las estrategias que la puedan convertir en un medio de expresión efectivo en el siglo xxi?

La idea repetida en ciertos ámbitos del arte contemporáneo de que la pintura ya no es una herramienta válida de trabajo es una idea equivocada pero, al mismo tiempo, ha servido de revulsivo para redefinirla. La «muerte» de la pintura se ha transformado en sujeto de trabajo para la propia pintura. Antes que nada, he de decir que no me interesan, por equivocados, los discursos disciplinarios. No creo que una disciplina valide o no la obra de un artista. Y tampoco soy fanático de la pintura ni hago proselitismo de ella. Simplemente, pinto. Me parece inapropiado hacer defensas disciplinarias, de cualquier disciplina. En todo caso, es muy importante, eso sí, conocer los conceptos que construyen el espacio de representación que se elija. Pintura es el lenguaje con el que me expreso y pienso. Y dentro del que me he formado, solo eso. En ese sentido, creo que el arte contemporáneo es –obviamente– multidisciplinario, transversal y contradictorio. Y creo que ese cuerpo complejo desde el que trabaja ha necesitado alumbrar nuevos campos disciplinarios para acabar de dar respuesta a las sinergias que estos nuevos tiempos generan.

Pero estas novedades disciplinarias no invalidan las anteriores, simplemente suman. La representación bidimensional está en la génesis del arte, es el punto de partida. Y el espacio de representación bidimensional que uso –llamémosle «pintura», «dibujo», «fotografía», «pintura expandida», etc.– tiene que ver otra vez con el inconsciente óptico, es algo físico e intemporal. No es plano, es cóncavo y convexo como nuestro globo ocular. Incluso lo es la imagen en movimiento. En términos lacanianos, este espacio nos da la ilusión de resolver el objeto perdido de la mirada al separarse del espacio tridimensional en el que sucede la óptica, representándola en un espacio bidimensional, distinto. Detiene el proceso de pérdida. En esa separación está la ilusión de atrapar el objeto perdido. O sea, que la discusión sobre la muerte de la pintura me parece un discurso fallido. De lo que se trata entonces es, otra vez, del lenguaje. Lo que hace que un artefacto de arte se valide en el tiempo que se produce es la categoría del lenguaje desde el que se construye, no su disciplina. El lenguaje es inmaterial y transdisciplinar, preformal. Es el sitio que nombró el surrealismo. El surrealismo no era un estilo, el surrealismo nombró el lenguaje como objeto. Desveló su maquinaria e hizo de esta el sujeto del trabajo del arte.

 

En la visita a tu estudio en Piramidón en marzo de 2018 me mostraste algunas de las series en las que has trabajado recientemente, en las que se distinguen geografías invertidas, horizontes hechos de tiradores, rastros de utopía-distopía y banderas estúpidas. ¿En qué medida pueden ser entendidas en relación con las condiciones sociales, políticas y económicas de nuestras sociedades actuales?

Si se asume que hemos de trabajar con la complejidad, esta incluye también las condiciones sociales, políticas y económicas, debemos asumir que somos seres políticos. En las cartografías en las que trabajo desde los noventa, por ejemplo, la narrativa es política. Toda cartografía es política, y el dibujo de Torres García de referencia era un alegato político, de geopolítica. Y no hay imágenes inocentes. Pero, más allá de las cartografías, en la «construcción del lugar» –otro de los núcleos de mi trabajo– está implícita la construcción, también, de un espacio político. Hay otros temas con los que trabajo desde hace años, como los muros, ese drama en el paisaje físico y en el paisaje del lenguaje. O las fronteras, o las banderas que son muros y fronteras. En la instalación de la Fundación Suñol había un muro que se llamaba Guerra, y otro que se llamaba El último muro. Además, cualquier discurso sobre el «otro» supone hablar de un ser político.

 

Por último, ¿qué sentido crees que tiene hacer una exposición a modo de foto fija de los artistas de media carrera del panorama barcelonés, como plantea Materia Prima?

Sé que los curadores estáis acostumbrados a trabajar sobre núcleos teóricos, pero hacer esa foto fija puede ser entendido como un núcleo teórico también. Para los artistas es una fiesta confrontar nuestras obras por el simple hecho de ser cómplices en el arte. Y para el público también, es la oportunidad de informarse de una manera ordenada del estado de las cosas en el arte contemporáneo. Está bien hacerlo de vez en cuando. Eso sí, cada uno tiene su opinión sobre la selección y echamos en falta a muchos colegas que también nos ayudan a respirar en este ecosistema. Yo la tomé como una celebración del arte. En la idea que generó esta propuesta estaba la intención de hacer un «prólogo» de lo que debería ser el Centre d’Art Contemporani de Barcelona, de presentar un espacio. Como tal, creo que esta propuesta de relevamiento de la escena local ha sido ideal para asumir ese objetivo. No podía ser de otra manera. Ya vendrá –espero que algún día se concrete– un equipo gestor que genere las líneas temáticas sobre las que trabajar. Es urgente que el Centre d’Art Contemporani de Barcelona sea una realidad. Es una asignatura pendiente que supone un agravio comparativo con el resto de las capitales europeas y que sería de vital importancia para acabar de articular nuestra escena de arte.